Hola amigos!
Hoy os traigo uno de los libros que mi amigo Sergio G.Ros ha publicado y puesto a la venta a través de Amazon, es un interesante e inquietante thriller –bélico- terror, que te atrapara desde las primeras páginas. Sergio ha publicado el primer capítulo para que opinéis y valorareis su trabajo y no podáis refrenar el impulso de comprarlo esta navidades para hacer un regalo o para que podáis disfrutar de su lectura.
http://www.amazon.com/Transmutación-Spanish-Edition-ebook/dp/B0063WJOZ6/ref=pd_sim_sbs_kinc_3?ie=UTF8&m=A317O7WZ1CN6AQ
Costa Occidental de la República Democrática del Congo, dos semanas antes de Navidad.
El esquife abandonó la bahía dejando tras de sí el zumbido de su potente motor fueraborda. A un par de millas uno de los tres hombres se irguió y enfocó con unos prismáticos. Por entre la bruma empezaba a materializarse la silueta de un buque, los hombres cogieron sus armas y las amartillaron. Poco a poco la bruma se fue retirando mar adentro como si el mismo Dios la aspirara y la guardara para la noche.
―¿Son ellos?
El hombre de los prismáticos no contestó inmediatamente.
―Sí, han hecho la señal.
El que había preguntado, el más mayor del grupo, asintió y miró al otro tripulante, apenas un chiquillo, que contestó agitando una banderola. Todos sintieron las gargantas un poco secas y quizá por eso bebieron uno a uno del pellejo donde guardaban whisky. Habían esperado encontrar un viejo carguero coreano, como otras veces, pero tenían ante sí una fragata de guerra holandesa, vendida años atrás al sector civil. Los nuevos dueños la habían equipado con ametralladoras de calibre pesado, y en la popa, resplandecía un pequeño helicóptero.
El hombre que manejaba el timón, el jefe del grupo, dirigió el esquife hacia el costado del buque, maniobrando con habilidad. Les lanzaron un cabo y se arrimaron lo suficiente para poder subir por una escala.
En la cubierta, encontraron una mujer de pelo blanco con una cicatriz en el rostro y un marinero corpulento que era el que les había tirado el cabo.
―Este no es el barco que nos dijeron―la espetó el jefe acomodándose la boina militar.
―Lo sé, pero el So-Sang tuvo problemas cuando cruzaba el Estrecho.
―No te había visto antes, mujer―dijo el jefe con desconfianza.
―Yo a ti tampoco, pero eso no importa, importa que traigas con qué pagar lo que voy a venderte.
El jefe asintió, mirando de soslayo a su acompañante. Ambos empuñaban ametralladoras ligeras pero eso no pareció molestar a la mujer.
―¿Tu otro amigo no sube? ―preguntó el marinero.
―No, se quedará en el bote esperando que le arriéis la mercancía.
La mujer se dio la vuelta y avanzó hasta una gran caja de madera sin tapa, rodeada por otras muchas. Todos se acercaron y ojearon el interior.
―Pedimos un centenar de minas antipersonales.
Ella asintió.
―¿Y los Stinger?
―Hay una docena.
―Pedimos veinte.
―Trajimos también quince RPG´s.
―¿Imitaciones?
―No, son rusos.
El acompañante gruñó y dejó la ametralladora colgando de su hombro. Luego, fue desenvolviendo paquetes y despejando la viruta que protegía los fusiles, y las pistolas.
―¿Y las carabinas norteamericanas?
―En esa caja de ahí―contestó la mujer con frialdad―. ¿Traéis nuestra parte?
El jefe asintió de mala gana dejando una pesada bolsa de deporte sobre la cubierta. El marinero musculoso inspeccionó el interior.
―¿Todo en orden? ―dijo la mujer.
―Sí.
―Bien. Izaremos las cajas con la grúa y las pasaremos a vuestro bote. Espero que no se hunda.
―No se hundirá, hemos hecho esto muchas veces.
El marinero silbó y otros dos hombres aparecieron por una compuerta de la superestructura. Mientras uno de ellos clavaba las tapas de las cajas, los otros colocaban las eslingas y los grilletes para el izado.
El jefe descubrió entonces una figura femenina en la puerta, la observó fugazmente y se alejó hacia la borda para dar instrucciones al chico que debía recibir las cajas.
―Tú, ayúdale.
El acompañante, cuya piel negra relucía por el sudor, obedeció sin rechistar bajando por la escala. La mujer de la puerta caminó hacia allí, cojeando un poco, tenía un largo pelo azabache y vestía unos pantalones cortos por los que asomaba una prótesis.
―¿Es él? ―le preguntó la mujer de la cicatriz cuando estuvo a su altura.
―Sí.
La mujer de la cicatriz la miró con curiosidad.
―Su amiga ha gastado mucho dinero para encontrar a este viejo cerdo.
―El dinero es mío, y no me importa, ella lo necesita, ¿habrá algún problema con lo que le hemos pedido?
―En mi empresa, señorita Ford, sólo existe el valor económico. Y, si hay dinero, no existen los problemas.
Dicho esto, la mujer de la cicatriz dio algunos pasos, acercándose al jefe del grupo que vociferaba a sus dos compañeros desde la borda.
―Antes de que se vaya, tenemos algo más que ofrecerle, estoy segura de que le interesará―le dijo.
―¿Qué cosa? ―respondió el jefe girándose hacia ella, con la ametralladora cruzada en la espalda.
―Venga, se lo mostraré. Está en ese cajón que ha quedado ahí.
El jefe la miró dubitativo, echó un último vistazo a la maniobra de carga en el esquife, y fue tras ella. La mujer llevaba unos pantalones tácticos y una camiseta de tirantes, tenía una figura bastante apetecible. El cajón era más pequeño que los otros, y estaba abierto y relleno con viruta, en medio de ella había una cajita de nácar. El veterano guerrillero enarcó una ceja, y tomó la caja, abriéndola.
Frunció el ceño escrutando la antigua fotografía de bordes amarillentos, sin comprender.
―¿Los conoce?
No tuvo tiempo de contestar: la compuerta de la bodega se abrió bajo sus pies, engulléndolo en las entrañas del barco. La fotografía flotó en el pesado aire de África y se posó sobre el suelo de la cubierta. En ella se veía un atardecer, y dos figuras, la de un hombre descomunal y musculoso, y una chiquilla de piel extraña con ojos hipnóticos.
Cuando despertó se encontraba con los brazos en cruz, atados a una viga de hierro que pendía de unas cadenas. Estaba completamente desnudo y le dolían los hombros y el cuello, y le costaba respirar.
Ella se acercó hacia él y bajo una solitaria bombilla pudo vislumbrar sus rasgos exóticos y esa piel de color indefinido.
―¡Suéltame, perra!
Asima sacudió levemente el rostro.
―Hace años, siendo yo una niña, te saciaste conmigo y cambiaste mi vida. Ahora, es mi turno de recuperar lo que me quitaste.
El hombre se revolvió haciendo acopio de todas sus fuerzas irguiéndose sobre las puntas de los pies, pero todo quedó en un penduleo de la viga que lo dejó sin respiración. Asima entró en el círculo de luz, y con un gesto fugaz desabrochó su vestido y éste cayó en el suelo metálico.
―¿Qué haces, quieres que te folle otra vez?
Ella sonrió con una expresión indescifrable, extendió el brazo libre y aferró el miembro y los testículos, tirando de ellos con suavidad, separándolos de las caderas.
―¿Te gustan, verdad? ―La escupió―. ¡Pues, jódete maldita zorra!
La luz brilló entonces en la hoja del machete, y se hundió en la carne. Los gritos del hombre quedaron ahogados dentro de aquella bodega.
La mujer de la cicatriz la esperaba en cubierta, donde la grúa izaba la última caja de regreso al buque. Ahora había como una docena de hombres moviéndose de un lado para otro, uno de esos hombres cortó el cabo, y el esquife, con la madera astillada y los cuerpos de los guerrilleros inertes y retorcidos, se alejó al capricho de la marea.
Asima pasó junto a la mujer sin articular palabra y se acercó a la borda, estaba untada de sangre espesa hasta los codos pero mantenía el vestido sorprendentemente impoluto. Dejó caer el machete al océano y se quedó un rato allí, abstraída y murmurando. La mujer de la cicatriz miró a Helen Ford, que se encontraba en el puente, muchos metros por encima de sus cabezas. Helen asintió y la mujer dio una orden.
Las puertas de la bodega se abrieron y la grúa tiró de las cadenas. El hombre negro fue izado con los brazos en cruz, chorreando sangre por la herida y gritando con los ojos fuera de las órbitas. Todos siguieron el recorrido que hizo cuando la grúa rotó, dejando un reguero de sangre sobre la cubierta, y lo vieron bajar hacia las olas, hundiéndose en ellas hasta el pecho. La mujer hizo una señal, y el gruista detuvo el cable, de modo que se quedó allí, gritando en un costado del barco a la merced del oleaje.
La aleta del tiburón apareció más tarde, una estela gris en medio del mar agreste. Los gritos del jefe tardaron todavía un poco en extinguirse. Después, la grúa izó las cadenas, y con ellas una solitaria viga herrumbrosa.
Los hombres volvieron a sus puestos y el buque empezó a virar. Helen Ford bajó del puente, con un bote de cristal entre las manos.
―Tenemos un último favor que pedirle―le dijo a la mujer de la cicatriz.
―¿Qué favor?
―Necesitamos que le haga llegar esto al señor JJ, creo que nosotras tendríamos problemas para hacerlo.
La mujer observó el frasco y lo que en él flotaba con un brillo en los ojos.
―De acuerdo, se lo haré llegar. ¿Qué nombre quiera que ponga en el remite, si quiere que ponga alguno?
Helen dudó un instante.
―Simplemente ponga “E”.
―Bien.
―Y… por último, Asima le estaría muy agradecida si pudiera proporcionarle la dirección actual del señor JJ.
Ella frunció el ceño.
―Eso no entraba en el trato, el señor JJ pertenece a nuestra organización y no estoy autorizada a decírselo, y, además, ¿por qué razón iba a hacerlo?
Helen Ford suspiró.
―Porque ellos se aman.
Besitos de caramelo,
Tessa
DE MI BIBLIOTECA: FRANKLIN GUTIÉRREZ / Marcial Báez
Hace 3 horas
5 comentarios:
Hola querida amiga muchas gracias por darlos a conocer y recomendar los libros, de tu conocimientos.
Besos que tengas una hermosa semana.
Muchas gracias, Tessa por la mención. Es todo un detalle, amiga. Un besote muy, muy grande!
Qué gran variedad de situaciones la que se encuentra en un sólo fragmento, ya me imagino el maravilloso contenido del libro entero.
Te mando un fuertte abrazo y muchas gracias por la recomendación
Muchas gracias, El Drac, y también, nuevamente a Tessa. Un abrazo grande! Es un honor que me ayudéis dando publicidad, se agradece de corazón.
"Porque no estas solo, porque yo te quiero", es una frase con mucha energía, muy motivadora.Siempre se puede volver a comenzar.
Abrazos, amiga.
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